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Cuando las cosas van a pasar, pasan – Giulio Mottola

Domingo, 8 de enero en la mañana, terminaba de guardar el equipaje en el carro. Me tocaba emprender un viaje de retorno a la ciudad de Lechería, Venezuela. Los días que había pasado en familia me desconectaron completamente de la tecnología. En el lugar donde crecí no había cobertura y, varias veces, la electricidad fallaba. Ese pueblo se quedó atrapado en 1998. ¡Qué tristeza! 

Me despedí con la esperanza de reencontrarme nuevamente con mis seres queridos. Todos habíamos viajado para tener ese reencuentro después de 5 años sin vernos.

Sonaba la primera canción de mi lista: “Mundo Paralelo” de Monsieur Periné. Venía reflexionando sobre lo placentero de viajar por carretera y contemplar el paisaje, la gente que vas dejando en el camino y los olores que te conectan inmediatamente con tus más atesorados recuerdos de la infancia. Eso lo uní con otro sentimiento más profundo que aflora cuando la casa queda vacía después de Año Nuevo. Me conecté profundamente con aquellas cosas que alimentan el alma. 

Todo eso venía pensando a una velocidad de 60 km por hora. Un descuido y terminé maniobrando la camioneta por una cuneta hasta lograr estabilizarla. (Tal cual te muestro en las fotografías).

Eran las 3:11 de la tarde, y sentía como el auto se destrozaba por debajo. Me imaginaba de todo en esos segundos. Horrible. Afortunadamente, no me pasó nada. El impacto que recibió el carro fue leve. Pudo haber pasado otra cosa peor, pero gracias a Dios no fue así. 

Una familia que venía delante de mí me auxilió. Carlos Andrés Bolívar y Sheila Saffont. Me ayudaron a salir del estado de shock. Me hicieron sentir protegido en aquel solitario lugar. Lo más extraordinario y, que todavía me pone reflexivo, es que una de sus hijas me reconoció cuando bajé del auto. Ella no lo podía creer, y yo tampoco. Todos veníamos de Caripe, estado Monagas.

Carlos y yo hicimos el cambio del primer caucho por el de repuesto. Sheila caminó todo el trayecto que hice con la camioneta para entender cómo había pasado todo. En cuestiones de minutos, ya tenía levantado el peritaje del accidente. Una mujer todo terreno. Encendió su carrito blanco, me pidió un número de teléfono para ir en busca de señal y contactar a mi familia. Me faltaba un caucho. 

Entre risas, anécdotas y cuentos, logramos pasar el rato. ¡Mis primeros amigos del año!

Pasaron dos horas, y llegaron dos personas en una moto a escoltarnos para no estar solos. ¡El mensaje había llegado! Mi familia ya sabía que estaba accidentando. Carlos y Sheila me dejaron al rato. Ellos debían continuar su viaje con destino a la misma ciudad donde me dirigía. Abrazo de agradecimiento y despedida. 

Continuaba la zozobra. ¡No encontraban un rin 16!

Cuando los que me auxiliaron se fueron, al poco tiempo llegó una camioneta donde venía un tío especialista en mecánica y diseño metalúrgico, mi padrino de comunión y mi hermano menor. Revisaron el carro y decidieron probar con un neumático de moto para intentar rodar. No funcionó. La pequeña rueda chocaba con el disco donde posa la llanta. Además, el auto posee un mecanismo de sensor que bloquea el movimiento.

Se hicieron las 6:15 de la tarde, los carros pasaban y no se detenían. Me puse a reflexionar sobre qué haría en su lugar. Probablemente, me hubiese detenido por lo curioso que soy. Probablemente, hubiese preguntado si necesitaban apoyo. Probablemente, hubiese hecho algo porque no era de noche todavía. Difícilmente el ser humano y, menos el venezolano, se expone a escenarios de ese tipo en una carretera peligrosa donde el pueblo más cercano queda a solo minutos. Así que; probablemente, lo más arriesgado que hubiese hecho fuese bajar la velocidad, observar las personas, buscar una señal de empatía y seguridad para controlar ese corazón  inquietante hasta establecer el primer contacto de acercamiento y prestar apoyo. 

El caucho que consiguieron sirvió para llegar a casa nuevamente. Ya con la noche en la espalda, logramos hacer el cambio del segundo neumático. Me alegré. 

Nos devolvimos a Caripe a las 8:45 de la noche. La mejor decisión fue regresar, y no pude conducir de vuelta. Estaba en estado de shock. Mi hermano condujo hasta casa. Cuando llegamos, todos estaban preocupados. El susto y mal momento que les hice pasar, no lo podía evitar. Pasó. Sin embargo, comprendí que la gratitud también aumenta a medida que adquieres más experiencias de vida.

Esa noche no pude dormir bien. Me despertaba pensando qué pudo haber salido mal hasta que acepté que la vida es un instante y, por más que conduzca a una velocidad prudencial, puede venir otro conductor en un estado distinto y arrastrarme a su pesar. 

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